jueves, 11 de octubre de 2018

Petrona Cayún, mapuche toldense*


Por: Jorge Fava



Esta es una historia vieja, resabio de un país que ya no existe. La narración de una memoria que dignamente se resiste a dejarse morir y reclama tozudamente su lugar en el presente. Pero sobre todo es el recuerdo -mi recuerdo- de una sobreviviente de un pueblo despojado y calumniado que hizo del orgullo silencioso de su raza una forma de vida. El relato comienza más o menos así:

    Una calurosa tarde de enero de 1984 llegué a la que aún hoy se sigue llamando “la Tribu de Los Toldos” (partido de General Viamonte, provincia de Buenos Aires), o la antigua “Tribu de Coliqueo”. Consiste ésta en una serie de chacras que oscilan entre las 5 y las 70 hectáreas y cuyos propietarios -unas 540 familias, aunque no todas conservan aún sus parcelas- en su mayoría son indios, o descendientes mestizados de éstos, de la que antaño fuera la tribu del cacique mapuche Ignacio Coliqueo, de origen trasandino, quien luego de una larga migración y cruentas luchas se radicó aquí en 1862.

“Allí nomás... donde un día la lanza metió punta,
y el sable revolvió polvaderas en quita y en defensa,
en puteada que se quedo colgando en una baba de cansancio y agonía.
Donde la sangre gastada...
Donde la sangre gastada que mojaba el suelo,
hoy mismo se evapora y sigue revolando cielo de auroras y ponientes”.
(J. Larralde)[1]

    Un camino con muchos recovecos conduce por el interior de la Tribu. Me llamó la atención la cantidad de pobladores originarios que aún viven allí, en contradicción con lo que la mayoría de la gente de la zona supone; quizá confundida creyendo que un indio es solamente aquel que usa trarilonco (vincha) y monta a caballo, llevando a la rastra la “chuza” (lanza). Representación estereotipada que alude a un pasado superado desde una mirada pseudo-integracionista a partir de la cual se les niega a los actuales descendientes de aquellas primeras familias mapuches la autenticidad étnica de su identidad india y con ella sus derechos asociados. Es decir, si ayer no tenían derechos por ser indios, hoy no los pueden demandar por haber dejado de serlo. Paradoja que por naturalizada suele pasar desapercibida.

    Mi primer contacto con un miembro de esta comunidad fue producto de la necesidad, ya que lo detuve cuando se trasladaba en sulky –como lo hace buena parte de la gente aquí- para que me ayudara a ubicarme en la enmarañada red caminera tribal. Importante fue este encuentro casual con Don Jerónimo, masajista y descendiente de un lancero de Coliqueo, porque es uno de los pocos que aún sabe hablar el mapuche, ya que de chico ofició de “lengua” de su abuela india.

    Don Jerónimo me contó que conocía muy bien la historia de la Tribu y que era un cercano colaborador del Padre suizo Meinrado Hux, reconocido estudioso de estos temas y autor del libro “Coliqueo, el indio amigo de Los Toldos”.

    Después de conversar un largo rato, le pedí a mi ocasional interlocutor información sobre una viejita india llamada Cayuqueo, ya que era mi intención visitarla. Me corrigió el nombre: “Doña Petrona Cayún de Cayuqueo. Está muy vieja y no se le entiende mucho lo que dice, aunque tiene buena memoria”, dijo.

    Salí en busca de Doña Petrona. “Quizá tenga más de cien años”, me habían dicho. Todos aseguraban saber donde vivía pero estaba lejos, y debido a lo intrincado del camino, resultaba difícil explicar todo el recorrido.

    Algunos kilómetros más adelante se encuentra la casa y la capilla donde residen las Hermanas de la Caridad (venidas desde Roma en 1968) y que cumplen la misión de brindar atención médica en los primeros auxilios a la Tribu, además de sostener una escuela de artesanías en la que se enseña a hilar lana y a tejer en telar entre otras tareas. Una de las hermanas me indicó allí donde vive Doña Cayuqueo, pero con los mismos problemas de los demás. “Pregunte más adelante, es lo más seguro”, fue el sano y santo consejo. Me recomendó también, que al indagar por Doña Petrona, la llamase “Tata Cayuqueo”, ya que es así como se la conoce en la Tribu.

Petrona Cayún (foto Semanario)

    Seguí por el laberíntico camino, que se internaba más y más en las chacras que conforman los dominios de los antaño indomables araucanos. Mi intención era anotar de alguna manera el recorrido, pero debido a las vueltas y revueltas y a las escasas referencias que la pampa ofrece me resultó imposible. Lo único destacable es que dirigiéndose de ida, siempre se dobla a la izquierda en toda bifurcación del camino, lo que me recordó el cuento de Jorge Luis Borges sobre el laberinto de Abenjacán el Bojarí, donde el secreto de sus “ciegos corredores” se resolvía de manera similar. Finalmente, y después de preguntar innumerable cantidad de veces, llegué a destino.

    La vivienda era un precario rancho de adobe, que alguna vez fue blanqueado con cal, de piso de tierra y que, por su tamaño, conjeturé de pocos compartimientos interiores. Me recibió el que después supe era su hijo, indio de típicos rasgos mapuches, que cuando le pregunté por Doña Petrona me informó que estaba en cama un poco enferma, con un claro ánimo de que no la molestara. Cuando estábamos conversando se apareció en la puerta del rancho con su silueta encorvada la “Abuela”, como también se la conoce aquí, dejando sin argumentos a su desconfiado “ocultador”.

“Su pecho tan hundido que en la curva de su espalda
se reflejaba el peso de sus senos abolsados rozando el estómago.
Sus hombros oblicuos y pequeños
me mostraban que hasta el peso de los brazos
cansa cuando siempre se los tuvo pa´ abajo
recogiendo tiempo vacío de esperanza”.
[2]

    Lo primero que me dijo Doña Cayún apoyada en su rústico bastón de palo, un poco justificando su precaria salud, fue: “es la mucha edad”. Luego su hijo trajo unas desvencijadas sillas que ubicó bajo la refrescante protección de unos eucaliptos y así, con ese simple gesto, confinando en el pasado la prejuiciosa distancia que el hombre blanco interpuso entre su pueblo y su propia ignorancia, la anciana mapuche me ofreció generosa un momento de comunión. Me senté junto a “Tata”, y sin que le preguntara, se “largó” a contar su vida. “Yo trabajé de cocinera en la estancia de Don Honorio Pueyrredón[3]… esta tierra se la ganó peleando, con malones. Murió mucha gente de los dos lados. Hoy sólo me quedan unas pocas hectáreas como Usted ve… Vinieron unos hombres de Buenos Aires y me dijeron que se me iba a devolver todo el campo. Vamos a ver que hacen. Mis tierras llegaban más allá de las estancias…”[4] Reclamo continuo del indio, dolor profundo por la tierra (Mapú) perdida para siempre. La miré con escepticismo, descreído de la posibilidad de que le devuelvan los campos, pero no dije nada. Comprendí que con sabiduría ancestral Petrona hacía de una paciente perseverancia la fuerza (Newen) que la sostiene por dentro en el ocaso de su vida.

“Lo único que tiene es el silencio, y porque no da leche se lo dejan.
Los tiempos cambian, los recuerdos quedan,
los hombres mueren cuando no hay vergüenza.
La sombra crece dentro de la conciencia,
si la conciencia no crece en la sombra”.
[5]

    Doña Petrona Cayún de Cayuqueo, es una india bajita de abundante pelo negro moteado de plata, y dos largas trenzas, atadas las puntas a su cabeza formando sendos arcos. De piel apergaminada, sus pequeños ojos acuosos coronan una nariz que desciende suave sobre su desdentada boca hundida; señales éstas que el tiempo fue cincelando en su pequeño cuerpo de india sufrida pero fuerte y baqueana en esto de vivir. Hasta su propia longevidad se me ocurre un acto de dignidad inconsciente. Dignidad del vencido que se resiste a morirse por la pura porfía de recordarle al vencedor que su triunfo no es completo, que todavía está aquí. Y que porque existe, tiene el derecho a seguir siendo. La resistencia identitaria suele adoptar múltiples formas de lucha y, en determinadas circunstancias históricas, seguir vivo es la más radical de ellas. Legado del viejo cacique Ignacio que supo hacerse carne en su tribu, cuando ésta se halló peligrosamente expuesta a una segura extinción.

    Está algo sorda Doña Petrona y se hace difícil conversar con ella, porque escucha poco o entiende mal. De manera que la dejé hablar; de sus abuelos, de su hombre, de viejos agravios y de dolores nuevos, llamar a los espíritus y a los muertos de un tiempo ido vivificado por su memoriosa oralidad; mientras las primeras sombras crepusculares avanzaban lentamente sobre los campos.

“Tal vez el polvoriento médano viajero,
alguna vez, la llevó en ancas de paisajes nuevos.
Tal vez el viento de la Pampa vieja,
le canto coplas que aprendió de lejos.
Y allá... cuando el poniente se acurruca en sueños
sintió que la nostalgia le arrimaba leña pa’ quemar silencios”.
[6]

    Sus hijos creen que “Tata” tiene alrededor de cien años, buscaron los “papeles” en la vecina ciudad de 9 de Julio pero nada dicen. Así que le inventaron un cumpleaños para el 15 de enero. ¿Cuántos años? ¡Nguenechén sabrá!

    Con la tarde llegando a su fin me despedí de Doña Petrona Cayún, a la que le agradecí su hospitalidad y que ella retribuyó con un “vuelva pronto a visitarme”. Interpelado por la historia de vida de esta centenaria abuela mapuche me retiré cavilando, no sin cierta incertidumbre, sobre la respuesta que como sociedad le sabremos dar a ella y a su pueblo luego de tanto tiempo de indiferencia, ahora que con la recuperación de la democracia, y con ella de los derechos humanos, se abre una nueva etapa en nuestro país. “¿Será posible que el antónimo del olvido no sea la memoria sino la justicia?”.[7]

“Allí nomás... la vi sentada....
con sus ojos tan quietos,
con el tiempo metido hasta en las uñas,
con el sosiego entero escrito en el espinazo,
la estatua de carne que enarbola ciclos de olvido y de miseria.
Me sentí tan pequeño ante tanta grandeza”.[8]

    Emprendí el regreso por el zigzagueante camino rural, ahora un poco más entrenado en sus insondables itinerarios, hasta llegar, en una encrucijada, al boliche de la Tribu, supérstite de las antiguas pulperías bonaerenses, donde me detuve a beber algo. Conversé con algunos parroquianos allí sobre las labores de la vida de campo y la calidad del “hombre indio”, al que no dudaron en calificar de “muy buen trabajador”. Notable fue descubrir como aún, a pesar de todo, quedan substratos de su cultura e idioma originarios. Al hablarles de sus hermanos de raza, los mapuches patagónicos de la agrupación Painefilú del paraje Pampa del Malleo, Neuquén, uno de ellos me interpeló poniéndose una mano en el oído para oír mejor (era un hombre de unos 60 largos años).

    -¿Cómo dijo?

    -Painefilú – repuse.

    -Filú es víbora – contestó sonriendo.

    -Mala cosa la víbora – acotó otro.

    Efectivamente Filú es víbora, en tanto que Painé es celeste.

    Y así, bucólicamente, tocó a su fin la visita a la Tribu de los Queos[9] en aquella extraña tarde estival en la que mi espíritu fue profundamente conmovido por la potente presencia de Doña Petrona Cayún, mapuche toldense, auténtica “estatua de carne” de su raza.


Los Toldos, enero de 1984.


    Post scriptum: Los acontecimientos impensados, el implacable y veloz paso del tiempo, las imperdonables distracciones o, en fin, la vida misma, hicieron que no nos volviéramos a ver. Petrona falleció poco tiempo después. Vaya entonces este breve relato en su homenaje; recuerdo de cuando, en la inconmensurable vastedad de la pampa, nuestros caminos se cruzaron fugazmente.[10]



* Este artículo fue escrito en enero de 1984 y se publica aquí por primera vez. Algunas de las opiniones en él vertidas responden a los acontecimientos en desarrollo en aquella etapa específica de la Argentina.
[1] Fragmento del poema de José Larralde “Estatua de Carne”. Publicado en 1969, este poema fue escrito -según en él se cuenta- como resultado del encuentro del autor con una india pampa. Dado su carácter testimonial y la fuerza expresiva que este excelente compositor y músico folclórico argentino logra imprimirle a su relato, reproduzco aquí fragmentos del mismo ya que describen de una forma muy aproximada las emociones e impresiones que personalmente experimenté ante una situación similar y que mi pobre prosa jamás lograría reflejar con tanta elocuencia.
[2] Ibídem.
[3] Ministro de Agricultura y posteriormente de Relaciones Exteriores durante la primera presidencia del presidente Hipólito Yrigoyen (1916-1922).
[4] En noviembre de 1906, la sucesión de Ramón Cayún (abuelo de Petrona Cayún) poseía en condominio 337 hectáreas de campo en la Tribu (Gustavo Fischman e Isabel Hernández: La Ley y la Tierra. Historia de un despojo de la tribu mapuche de Los Toldos. Centro Editor de América Latina S. A. Buenos Aires, 1990. Anexo III, pág. 144)..
[5] Larralde, J.: ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Yerushalmi, Yosef (1932-2009), historiador judeo-estadounidense.
[8] Larralde, J.: ibídem.
[9] En la tribu de Coliqueo existen varias combinaciones con la terminación “queo”, lo que hace al Padre Meinrado Hux llamar a esta familia una rama de la dinastía de los “Queos” (Coliqueo, el indio amigo de Los Toldos. Edición del autor. Buenos Aires, 1972. Pág. 10).
[10] De acuerdo a información recabada con posterioridad a la fecha de redacción de este escrito, pude conocer que Petrona Cayún  había nacido en 1891 y era hija de Felipe Cayún y Carlota Ruiz (mestiza) y nieta de Ramón Cayún y Petrona Ferreira o Baldevenítez (según gráfico genealógico del grupo familiar Cayún elaborado por los investigadores Gustavo Fischman e Isabel Hernández: ob. cit., pág. 87). Y falleció el 19 de agosto de 1986, a los 95 años de edad (informe al autor del cementerio de Los Toldos, Municipalidad de General Viamonte, carta del 25 de septiembre de 2018).


CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO:

FAVA, Jorge: 2018, “Petrona Cayún, mapuche toldense”. Disponible en línea:< http:// larevolucionseminal.blogspot.com.ar/2018/10/
petrona-cayun-mapuche-toldense.html>. [Fecha de la consulta: día/mes/año].